Just like honey
(o como pude desconcentrarme)
A veces soy un completo malestar genérico. Siento la necesidad de adoptar facetas oscuras de mi vida, donde me proyecto como un gran dictador, un catastrófico jinete anti-cristiano, o un colosal monumento a lo absurdo.
Mis tiempos me condenan, hay otras veces sin embargo que me empalago de dulzura, soy como un oso de peluche, cada vez que me abrazan, me apretan saltan espinas de la planta más salvaje, y daño a quienes están alrededor mío pero es necesario mostrar una pequeña parte sensitiva.
Volví de la disquería, el tiempo estaba horrible como siempre en capital. Emprendí el largo trayecto de caminar entre zombis, desalmados y gente sin cabeza, una verdadera epidemia, pero mucho más normal de lo que me esperaba. Con el nuevo disco bajo la mano, un rubio en mi boca y las pocas ganas de vivir, me dirigí hacia la boca del subte, línea B, que va hasta Los Incas, un tren feo muy feo, rojo comunista pero sin la esencia de este, sin ideología, tren de hojalata.
Como era costumbre en mi anarquismo interior, no apagué el cigarrillo, bajé las escaleras, y procurando no ser visto (algo imposible con la muchedumbre de las seis de la tarde), salte el molinete represivo que ahí se encontraba. Un hombre alto, fofo, y con aspecto de orangután comenzó a correrme. Acto seguido la muchedumbre comenzó a percatarse que podían despertar, dejaron de ser maquinas mortales por tres segundos, y se transformaron en espectadores del coliseo romano, donde por primera vez mostraron gestos misericordiosos de risita.
Yo un osado gladiador, con un CD como mi mortífera arma, y él Orangután, un gladiador dispuesto a destriparme y llevarse mis últimos complejos contra el nuevo sistema gubernamental instaurado. Vehementemente le tire un par de escupitajos, procurando crear una especie de baba gigante que desencadenara un resbaladón fatal en él, y así yo, victorioso, podría llegar a casa para escuchar el nuevo disco y tomarme una buena cerveza como ameritan los miércoles. La bestia descomunal sin embargo, evadió mis ataques de proletariado, puso cuarta en su motor represor y picando a fondo me seguía por el pasillo interminable de la estación, la insoportable muchedumbre estaba detenida, todos reían y enviciados con el nuevo espectáculo tiraban frases de halago a mi exuberancia.
¡Que ganas de deshacerme de aquél orangután! ¡Que ganas de mandar toda aquella muchedumbre egocéntrica a la reverenda mierda, y volver a mi casa, deprimido y contento, con ganas de tomar una cerveza!
Lamentablemente y para mi anhelo, la situación se desenvolvía rápidamente como una película de Tarantino.
Seguimos corriendo como unos desaforados por el resto de la estación, subimos una y otra vez las escaleras, pasamos por la boletería mas o menos treinta y cuatro veces, hicimos inclusive pausas para ir al baño, derramar un poco de orina en el piso y volver, también ayudamos algún anciano que no podía subir las escaleras, fuimos amigos y enemigos, nos odiamos, hasta que procuramos seguir corriendo, escapándonos de todo.
Se me estaban acabando los cigarrillos y las ganas de ser un gladiador. Con la bestia pasaba lo mismo. Ya no corríamos fuerte, el me seguía a caballo y yo montado en Chewacca, nos disparábamos una serie de insultos, ofendiendo a nuestras madres, hijas, esposas, fervores religiosos, hasta nuestros propios órganos reproductores formaban parte de una prosa poética del mejor estilo Bukowskiano.
Sin más ganas de correr, fuimos llamados al programa de TV de una conductora dinosaurio, actriz de cine en la época de Bartolomé Mitre, aristócrata de alma, y completamente fruncida.
Nuestras posiciones eran muy diferentes: Yo anarquista y él represor. La vida y la muerte. Nietzsche y Dios en una mesa de debate, repartiéndose la fe religiosa, la aplicación ideológica y la última pata de Pavo que quedaba en la mesa.
Pasamos a penas tres horas en el programa (horrible por cierto debo aclarar) y comenzamos a correr nuevamente. Salimos del estudio por una puerta y aparecimos de nuevo en la boletería donde todo comenzó.
Nuestras energías llegaron al límite. Yo completamente agitado, con mi nuevo CD bajo el brazo, me dirigí desafiante hacía el Orangután, recordando un habla ermitaña lo mire a los ojos y le dije algunas cosillas.
Le había contado casi la historia de mi vida, de cómo había decidido convertirme en un escritor, cuanto me gustaba el anarquismo y porque Dios no me caía bien. La bestia se quedó impaciente y perpleja a la vez.
A través de nuestra discusión, nuestra conversación, y después de batallar en el coliseo romano, descubrimos que quizá ya no existían demasiados motivos para emprender una nueva persecución.
Sin embargo no tenía intenciones de pagar el boleto, y él no me dejaría pasar con la frente en alto, con el anarquismo bien inculcado pero al menos conseguiría volver a correr que tan bien hace al cuerpo.
Antes de poder llevar a cabo mis planes, la bestia atroz, sacó de su uniforme un termo, me convidó un mate con un bizcochito salado y me preguntó sobre el disco bajo el brazo.
Me quedé estupefacto, pues esta reacción no era lo que esperaba.
Acepté el amargo sin ninguna objetación, ingerí el liquido placenteramente, charlamos un rato y después recordé que era tarde.
Le devolví el mate, arrojándolo contra la boletería (por pura distracción) y comencé a correr desaforadamente. La bestia con una sonrisa dibujada, me siguió de nuevo, la misma historia, en el mismo lugar.
Tras unos pocos metros, di por abandonada mi carrera de gladiador, puesto que el pavimento se estrelló con mi cara, y tras un rotundo, espinoso y rutilante dolor, caí al piso.
Desperté sobresaltado, en mi cama, con Vicky al lado mío, durmiendo lo más tranquila.
Mi ropa estaba tirada en el piso, igual que aquel CD, y lo más extraño de todo, un tema muy particular “Just like Honey” sonaba sobre mi oído izquierdo.
No pude llegar a comprender la anécdota. Sin demasiadas conclusiones, me levanté, abrí la heladera, destapé una cerveza y volví a la cama, escuchando de fondo aquel disco surrealista que me había acompañado en un viaje inolvidable.
(o como pude desconcentrarme)
A veces soy un completo malestar genérico. Siento la necesidad de adoptar facetas oscuras de mi vida, donde me proyecto como un gran dictador, un catastrófico jinete anti-cristiano, o un colosal monumento a lo absurdo.
Mis tiempos me condenan, hay otras veces sin embargo que me empalago de dulzura, soy como un oso de peluche, cada vez que me abrazan, me apretan saltan espinas de la planta más salvaje, y daño a quienes están alrededor mío pero es necesario mostrar una pequeña parte sensitiva.
Volví de la disquería, el tiempo estaba horrible como siempre en capital. Emprendí el largo trayecto de caminar entre zombis, desalmados y gente sin cabeza, una verdadera epidemia, pero mucho más normal de lo que me esperaba. Con el nuevo disco bajo la mano, un rubio en mi boca y las pocas ganas de vivir, me dirigí hacia la boca del subte, línea B, que va hasta Los Incas, un tren feo muy feo, rojo comunista pero sin la esencia de este, sin ideología, tren de hojalata.
Como era costumbre en mi anarquismo interior, no apagué el cigarrillo, bajé las escaleras, y procurando no ser visto (algo imposible con la muchedumbre de las seis de la tarde), salte el molinete represivo que ahí se encontraba. Un hombre alto, fofo, y con aspecto de orangután comenzó a correrme. Acto seguido la muchedumbre comenzó a percatarse que podían despertar, dejaron de ser maquinas mortales por tres segundos, y se transformaron en espectadores del coliseo romano, donde por primera vez mostraron gestos misericordiosos de risita.
Yo un osado gladiador, con un CD como mi mortífera arma, y él Orangután, un gladiador dispuesto a destriparme y llevarse mis últimos complejos contra el nuevo sistema gubernamental instaurado. Vehementemente le tire un par de escupitajos, procurando crear una especie de baba gigante que desencadenara un resbaladón fatal en él, y así yo, victorioso, podría llegar a casa para escuchar el nuevo disco y tomarme una buena cerveza como ameritan los miércoles. La bestia descomunal sin embargo, evadió mis ataques de proletariado, puso cuarta en su motor represor y picando a fondo me seguía por el pasillo interminable de la estación, la insoportable muchedumbre estaba detenida, todos reían y enviciados con el nuevo espectáculo tiraban frases de halago a mi exuberancia.
¡Que ganas de deshacerme de aquél orangután! ¡Que ganas de mandar toda aquella muchedumbre egocéntrica a la reverenda mierda, y volver a mi casa, deprimido y contento, con ganas de tomar una cerveza!
Lamentablemente y para mi anhelo, la situación se desenvolvía rápidamente como una película de Tarantino.
Seguimos corriendo como unos desaforados por el resto de la estación, subimos una y otra vez las escaleras, pasamos por la boletería mas o menos treinta y cuatro veces, hicimos inclusive pausas para ir al baño, derramar un poco de orina en el piso y volver, también ayudamos algún anciano que no podía subir las escaleras, fuimos amigos y enemigos, nos odiamos, hasta que procuramos seguir corriendo, escapándonos de todo.
Se me estaban acabando los cigarrillos y las ganas de ser un gladiador. Con la bestia pasaba lo mismo. Ya no corríamos fuerte, el me seguía a caballo y yo montado en Chewacca, nos disparábamos una serie de insultos, ofendiendo a nuestras madres, hijas, esposas, fervores religiosos, hasta nuestros propios órganos reproductores formaban parte de una prosa poética del mejor estilo Bukowskiano.
Sin más ganas de correr, fuimos llamados al programa de TV de una conductora dinosaurio, actriz de cine en la época de Bartolomé Mitre, aristócrata de alma, y completamente fruncida.
Nuestras posiciones eran muy diferentes: Yo anarquista y él represor. La vida y la muerte. Nietzsche y Dios en una mesa de debate, repartiéndose la fe religiosa, la aplicación ideológica y la última pata de Pavo que quedaba en la mesa.
Pasamos a penas tres horas en el programa (horrible por cierto debo aclarar) y comenzamos a correr nuevamente. Salimos del estudio por una puerta y aparecimos de nuevo en la boletería donde todo comenzó.
Nuestras energías llegaron al límite. Yo completamente agitado, con mi nuevo CD bajo el brazo, me dirigí desafiante hacía el Orangután, recordando un habla ermitaña lo mire a los ojos y le dije algunas cosillas.
Le había contado casi la historia de mi vida, de cómo había decidido convertirme en un escritor, cuanto me gustaba el anarquismo y porque Dios no me caía bien. La bestia se quedó impaciente y perpleja a la vez.
A través de nuestra discusión, nuestra conversación, y después de batallar en el coliseo romano, descubrimos que quizá ya no existían demasiados motivos para emprender una nueva persecución.
Sin embargo no tenía intenciones de pagar el boleto, y él no me dejaría pasar con la frente en alto, con el anarquismo bien inculcado pero al menos conseguiría volver a correr que tan bien hace al cuerpo.
Antes de poder llevar a cabo mis planes, la bestia atroz, sacó de su uniforme un termo, me convidó un mate con un bizcochito salado y me preguntó sobre el disco bajo el brazo.
Me quedé estupefacto, pues esta reacción no era lo que esperaba.
Acepté el amargo sin ninguna objetación, ingerí el liquido placenteramente, charlamos un rato y después recordé que era tarde.
Le devolví el mate, arrojándolo contra la boletería (por pura distracción) y comencé a correr desaforadamente. La bestia con una sonrisa dibujada, me siguió de nuevo, la misma historia, en el mismo lugar.
Tras unos pocos metros, di por abandonada mi carrera de gladiador, puesto que el pavimento se estrelló con mi cara, y tras un rotundo, espinoso y rutilante dolor, caí al piso.
Desperté sobresaltado, en mi cama, con Vicky al lado mío, durmiendo lo más tranquila.
Mi ropa estaba tirada en el piso, igual que aquel CD, y lo más extraño de todo, un tema muy particular “Just like Honey” sonaba sobre mi oído izquierdo.
No pude llegar a comprender la anécdota. Sin demasiadas conclusiones, me levanté, abrí la heladera, destapé una cerveza y volví a la cama, escuchando de fondo aquel disco surrealista que me había acompañado en un viaje inolvidable.
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